miércoles, 2 de enero de 2008

Viaje Nebuloso

La sensación de humedad taponó sus delicadas fosas nasales al entrar. Un susurrado buenos días se coló en la boca de su oreja cuando ya el crujido y el juntar de la puerta habían apagado la cara del hombre que aguardaba a la entrada. Una maraña de pelos largos y barba sucia, un cigarrillo balanceándose entre unos labios secos y agrietados. Borroso...

Un fantasma más de la mañana

Despegó la mirada de velcro de la luz que asomaba entre marco y madera, y se compuso para dirigirse a la estancia con mayor inocencia que gracia. Contempló en su rededor con un asombro disimulado, tapado, más bien, por una pueril expresión de dureza semejante a la de los niños pequeños a los que se ha negado bombón o truco.
Los bancos de madera corridos, que relacionó como típicos en este tipo de lugares al acordarse de películas y algún otro cuento leído, estaban ocupados de forma desigual. Aquí y allí hombres y mujeres, rostros lúgubres y apagados; silencio apenas ensuciado por discretas plegarias y algún que otro sollozo entre dientes. Un señor ya barrido por los años, bastón y bufanda resposados a su lado, con las manos juntas a modo de súplica, de rodillas. Los ojos, sus ojos negros, cristalinos y temblorosos, sus codos apoyados en el respaldo del banco contiguo, las comisuras de sus labios apuntando al grave suelo de piedra.
Ella mientras seguía sin reaccionar. Sólo podía observar el altar y esa colección de retratos curiosos juntados de forma vertical en un marco dorado gigantesco que los contenía a todos. Los techos, las cúpulas, las bóvedas, un par de figuras de piedra al modo de tumbas con figuras en sobrerrelieve en esquinas marcadas. Siguió con la punta de su dedo índice un gravado, un signo semejante a una N mayúscula unida por abajo con un círculo en su centro; estaba marcado en la pared con fuerza falta de violencia. Caminó un poco por la estancia cuidando de no rozar las pupilas con ningún fantasma y tomó asiento en el último banco de la fila derecha. Allí podía alcanzarle la luz proveniente de una de las altas ventanas.

Una luz cegadora, anaranjada.
De esas luces que hacen florecer la faz aunque se sienta helada la nariz.


Una tos fuerte, muy fuerte, violó la tensa paz unos instantes. Ella se inclinó para reconocer, en una de las filas de muy delante, a una peregrina que había entrado instantes antes que ella; iba de violeta, con una bufanda verde y tenía el pelo negro, del mismo color del que era la monumental mochila que llevaba a cuestas. Volvió a toser, señal para que la pequeña enderezara en paz su espinazo y disfrutara sentir como sus músculos faciales se contraían en una divertida mueca de descubrimiento.

Los sonidos no salen de las cavernas.

Con una exhalación algo cansina, abrió su bolso y sacó de él un cuaderno grande de anillas. El cuaderno, cuadriculado y con un lapiz carcomido atascado en su dorso, había asomado todo el trayecto por debajo de su brazo, y ahora reposaba entre sus muslos mientras ella daba inútiles empujoncitos al lápiz con la punta de sus dedos. El bolso, por ser tejido y no tener apenas forma, había perdido su rigidez y yacía ahora lánguido sobre el banco.
Ella ahora golpeaba, muy ligeramente, el blanco azulado del papel.

Quiero sentir el calor en mi cara
y no volver a sentirme diminuta la próxima vez que te sonría al cruzarme contigo en la calle.

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