viernes, 22 de febrero de 2008

Desnudo

El poeta se vestía de pardos y rojizos día sí y noche también. Arreglaba, descuidado, el sombrero desgastado sobre la mata rebelde de cabellos rizados, y abrazaba en sus labios los restos de un pitillo que alguna mano enjoyada había olvidado demasiado rápido.

Listo para adentrarse en el mundo de luces que fuera aguardaba.


Aquel día se miró en el espejo, pensativo, escrutando con sus bóvedas hundidas los deshilachos en su roida chaqueta y las desmenuzadas fibrillas que intentaban dar a conocer la blancura de sus piernas. Los granos, las grietas, las arrugas. Las mal curadas cicatrices de un transcurrir sin reflexión ni reflejo córneo.

Fruncir el ceño. Desalentado.

Empezó por arrancar sus zapatos todavía anudados; pies serviciales y enguantados en calcetines verdosos en los que afloraban uñas duras y lechosas. Los pantalones bajaron sin orden alguna, descubriendo dos estacas curvadas y enmarañadas, manchas, quelomas y un día de huelga en la factoría divina.

Trapos más y trapos menos. Y la blancura que parecía cubierta por un tenue, pero borroso, velo amarillento.

Desaliento.

El poeta cogió del suelo lo que antes hubo sido un algodoncillo, y comenzó a acariciar los círculos negros debajo de sus ojos. Una y otra vez.
El agua salada hizo que la mugre saltara de entre sus dedos, y cubrió la evidencia del tabaco de índice y corazón con un oloroso ocre.

Se arrodilló, todavía pegada la nariz al espejo y reflejado su aliento, y miró dentro de sus pupilas.

Sombra.

Arañó la alfombra, aterrado, y tocó el suelo con la cumbre de su cabeza.

Y allí, vacío, dejó salir un último suspiro silencioso.

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